domingo, 10 de febrero de 2008

EN VALENCIA-Gaviola

EN VALENCIA. 17/2006
(Certificada pero sin acuse de recibo).

Querida hija:
No voy a andarme con rodeos. Estoy en Valencia. O, por mejor decir, Don Valerio y yo estamos en Valencia. Sí, Don Valerio, el Maestro-Escuela de Salinas. Estamos juntos. Pero no con uno de esos viajes organizados para viejos. Estamos los dos solos, viendo cómo se le suben las colores a la Albufera por la tarde, Dios sabrá de qué vergüenzas de lo que tiene visto.
Hemos escuchado vuestro anuncio en la radio, en eso del "Servicio de Socorro de Radio Nacional" y, aunque no termino de discurrir a qué viene tanta preocupación, te escribo seguidamente.
De verdad que, después de tantos meses en la Residencia sin noticias vuestras, no esperaba que nos publicarais como a los desaparecidos por tres días que hace que faltamos.
¡Lo que tiene una que ver…! Cuando las hijas de Don Valerio y vosotros, con las habladurías y las rencillas, no podíais ni miraros a la cara. Y ahora, con lo del anuncio de la radio, parecéis uña y carne mentando a vuestros viejos y publicándonos como si fuéramos dos coplas dedicadas.
Hablando de la radio, sabréis que ha sido oyéndola como nos entró el regomello[1] de hacer lo que hemos hecho. Ya habréis oído que los del Gobierno han dicho que los viudos no vamos a perder la pensión si volvemos a casarnos. Y a eso hemos venido Don Valerio y yo a Valencia, a casarnos.
Bueno, ¡ya lo he dicho! Y me entra la risa, -perdona, hija-, figurándome tu cara con lo mirada y melindrosa que tú eres.
Que Don Valerio y yo nos quisimos de mozos ya lo conocíais, y de ahí vinieron en el Pueblo, como sabes, los desaires entre la familia de tu Padre, la mía y la de Don Valerio. Él y yo éramos de los pocos que teníamos algunos estudios, así que "cada oveja con su pareja" -que rezongaban los míos, como se decía antes-. Que "…mujer leída no podía ser buena" -que decían los de tu Padre; y que "…plato de segunda mesa era malo de catar, porque catado estaba ya…", le decían a tu Padre los amigos cuando se juntaban y hablaban de mí.
Sabiendo eso, no te extrañará que estuviéramos en boca de todo el mundo por haber vuelto a hablarnos últimamente, a destiempo y como en una chochez vergonzosa.
Lo de "todo el mundo" es mucho decir. Me refería a ese "todo el mundo" que es una Residencia de Ancianos. Y ahí en el Pueblo…, que ya sé las murmuraciones que habéis tenido que apechar tus hermanos y tú, y las hijas de Don Valerio. Pero, te juro por todos los de mi sangre que, mientras estuvo vivo, nunca le falté a tu Padre que en santa gloria esté ni con el pensamiento.
Don Valerio y yo tonteamos de mozos; para qué lo vamos a negar. Pero nos empezamos a olvidar como pudimos cuando él se fue a la mili y se reenganchó de voluntario todas las veces que le dejaron para poder comer caliente -que en el Pueblo no encontrabas ni nabos en los malditos años del hambre-. Y nos terminamos de olvidar cuando, al volver él con la cartilla de licenciamiento, yo ya estaba bien casada por la iglesia. Que encima tenía que agradecerle a tu Padre que me matrimoniara habiendo estado de novia con otro antes que con él.
Ni mirarnos a la cara de cerca le consentí a Don Valerio cuando llegó. Y bien que más de una vez se fijó de lejos en los verdugones que me dejaba en ella la correa de tu Padre cuando lo malmetían en la Taberna y le agarraban los celos en una de sus borracheras; o cuando se jugaba el jornal al tute en una sola tarde y teníamos que comer de fiado el resto de la semana hasta que le pagaban otra vez.
Lo malo era cuando se juntaban dos o tres semanas sin cumplir con la cuenta de la tienda y no querían fiarme. Entonces me tundía de una manera…. Tú te recordarás…, que ya eras grande y alguna vez recibiste por meterte de por en medio.
– Mira, María, -me decía la Tendera con ojos de lástima-, si fuera por ti, te daría de fiado por un año. Pero, hija, con ese "chalao" de hombre tuyo tendrás que comprender…
Yo me iba calle abajo con el miedo metido en el cuerpo, cavilando en qué ponerle en el plato para que tu Padre, mal que bien, llenara el estómago y se olvidara de la correa. Pero ya no le echo cuentas a aquellos años de vapuleos y de hambre; bien lo sabes tú; y, como te digo, que Dios lo tenga en su santa gloria.
Cuando te porfié para que me trajeras a la Residencia, porque la casa se nos estaba quedando chica, -que mira que has parido hijos-, y cuando, desde la ventana de mi nuevo cuarto, te vi de irte el primer día, se me partió el corazón teniendo que apartarme hasta de las cosas más insignificantes que yo había tenido en el mundo. Pero, como te dije, los viejos nos volvemos demasiado chinchosos. Y un poco sucios; para qué lo vamos a negar. ¡Si yo misma me huelo el tufo de la vejez cuando arrimo la nariz a mis manos! Para qué vas a castigar al mocerío con tu presencia, -me decía cada día que pasaba en la casa-.
Por eso tentaba las cosas tantas veces; me estaba despidiendo de mi mundo.
Por lo menos en la Residencia, todos juntos, parece que nos prevalecemos mejor de nuestros achaques; porque siempre hay alguien peor que tú. Tan peor que en los años que he estado allí no pasaban tres días sin que alguno de los compañeros dejara de sentarse en el comedor a la hora del desayuno. Pero sabrás que ninguno preguntábamos, porque por adelantado se nos alcanzaba la razón de la ausencia. Alguno de los que llegaban nuevos, y no conocía el cada día, siempre se le escapaba la pregunta. Pero, después de la primera vez, nunca volvía a averiguar.
¡Si supieras lo deprisa que aprendemos los viejos y lo poco que queremos saber de la muerte! Ya lo apreciarás tú si Dios te da vida; que así sea.
Pero me estoy retirando de lo que quería decirte en esta carta. En eso tenías razón de enojarte: que nunca he sabido ir al grano cuando quería mentar algo. Será por el aprendizaje de tantos años, por lo difícil que era entrarle de frente a tu Padre, que Dios guarde en su gloria, sin que te soltara un sostrazo[2].
Como te decía, no teníamos en nuestros cálculos Don Valerio y yo el que la vida nos juntara finalmente en la Residencia; será que el destino lo dispuso así para que a los dos nos dieran plaza en ella y aliviaros a vosotros del quehacer de cumplir con los viejos, y a nosotros de la pena de no tener sitio entre los jóvenes en nuestras propias casas.
Vernos y encenderse el antiguo querer fue la misma cosa; que a los viejos, aunque no te lo creas, nos bulle el corazón con mas apremio que a los que tenéis tanta vida por delante. Y, si no nos hemos casado antes, fue por lo de no perder la viudedad; por no privaros a vosotros, que tantas bocas tenéis que tapar, de lo que queda de nuestra pensión después de pagar la Residencia.
Además, ¿de qué íbamos a vivir los dos? ¡Mira que era tener mala sangre quitarle a los viejos la pensión si volvían a casarse! Si tú supieras cuántos viejos he visto queriéndose a escondidas en aquella triste casa donde nos tienen apartados como espuertas, y con el miedo royéndoles los entresijos por si los dejaban sin los dineros y sin tener que echarse a la boca si perdían su pensión… ¡Cuántos se hubieran casado si…! ¡Ay!, perdona otra vez que ya dejo de desbarrar y sigo.
Pues te diré que cuando han radiado lo que ha dicho el Gobierno, que ya no nos quitan la pensión, nos hemos figurado volver a lo que nunca fue, y no hemos querido esperar más.
Ni tampoco queríamos seguir arrinconados como capachos viejos.
Como ya te conozco, tú me dirás que, a fin de cuentas, juntos estábamos en la Residencia, y que qué necesidad teníamos de dar el campanazo. ¿Para qué vamos a menear el agua ya remansada y enturbiarla otra vez; verdad, hija?
Lo que no puedes comprender todavía, hasta que no empiecen tus huesos a helarse como los nuestros, es el frío que se te mete por el cuerpo en la soledad de las larguísimas noches sin sueño de la vejez.
Cuando, por las noches, teníamos que irnos cada uno a nuestro cuarto, Don Valerio y yo nos mirábamos sin hablarnos ni siquiera, preguntándonos con los ojos si al día siguiente nos juntaríamos para tomar el desayuno o si nuestra silla sería retirada discretamente de la mesa por la mañana. Y tenías que haberle visto cómo se le eclipsaba el mirar. Así que ya sabrás por qué nos hemos casado: para poder darnos por las noches un poco del calor que nos queda. Y para morirnos juntos si podemos.
No te sofoques, hija; ya se que siempre has dicho que con los años se me estaba perdiendo la vergüenza en la lengua, pero, aunque sea una vez, y por carta, para no cortarme con lo que tengo que decirte viéndote ese mirar calcado del de tu Padre que en paz descanse, tengo que referirte las cosas como son y como las siento.
Don Valerio y yo, que tanto hemos esperado, no vamos esperar ahora a la muerte sentados en la puerta de nuestro cuarto, mientras el cuerpo se nos dobla como si buscara ya la tierra. Queremos salirle al encuentro, cruzarnos con ella por el paseo y por la plaza del pueblo, echarle el último pulso y poderle hasta que ella nos pueda.
Nos hemos casado y nos hemos venido de viaje de novios viejos a Valencia, a una pensión junto a la Albufera, donde las puestas de sol, por las tardes, tienen la misma mansedumbre de nuestros años y el mismo color que nuestras tristezas. Aquí nos estamos gastando lo que el pobre ha podido retirar de lo que sus hijas querían darle de lo que era suyo cada mes, y lo que yo sacaba vendiéndole pañitos de ganchillo a los familiares de los otros viejos. ¡Con lo que a ti te desazonaba y te afrentaba mi comercio miserable! ¿O te piensas que no me daba cuenta? Pero, bien que te callabas cuando te daba para los reyes de tus hijos o para unas medias de nailon por la feria del Pueblo. Bueno, vamos a dejarlo así; que ya no me quedan muchos alientos para gastarlos peleándome contigo. Y menos ahora que estoy como reviviendo.
Aunque te dé el último sofocón, lo que sí tengo que decirte, que ya lo hemos hablado mi marido y yo, -perdona, hija, que se me llene la boca por una vez en la vida-, es que nos vamos a ir a vivir a la casilla que Don Valerio se compró en la Rambla. Esa que está cerrada desde que él se fue a la Residencia y que ninguna de sus hijas ha querido porque no tiene corral donde meter las bestias, y porque la alcoba y la sala son la misma pieza. Sí, esa que tu Rogelio quería comprarles por cuatro cuartos porque decía que parecía un piso de capital. Pero, vaya una cosa por otra: no tenéis que desazonaros por el pico de mi pensión que te quedabas tú después de pagar la Residencia; que, con lo que ha acordado el Gobierno de no perder las pensiones, podremos vivir mi hombre y yo con lo que le pagábamos cada uno por la estancia y aún ahorrar unos duros nosotros que tan poco necesitamos ya y que de tanto hemos carecido; y arrimaros ese remanente que siempre te quedabas de mi pensión. ¿O te pensabas que no lo sabía?
Pero tampoco por los dineros no vamos a pelear a estas alturas, ¿verdad, hija mía?
Una cosa quiero pedirte: que en cuanto recibas esta carta retiréis de la radio la proclama; porque verse publicado, aunque sea a la vejez, es como si te afrentaran.
Y hablando de afrentas, ya lo sé: que, la primera noche que pasemos en el Pueblo, nos darán de madrugada la cencerrada que le echan a los que se casan de viudos viejos; pero mi hombre y yo la oiremos juntos, arrebujados en nuestra cama; y te juro que nos sonará como si fuera la serenata que no pudimos tener de mozos.
En lo que estás confundida, hija, es en la ropa. Ya no visto "bata negra y zapatillas de paño a cuadros", que era lo único que tenía en la Residencia. Mi marido, para la boda, aunque fue humilde y en misa del alba, me compró una saya de florecillas malvas y grises, unas medias de cristal, una toquilla de lana y unos zapatos de piel como los que llevé una vez en la feria del Pueblo el año antes de irse a la mili.
Y hasta velo de gasa llevé a la boda aunque negro como me corresponde.
Para acabar, quiero pedirte que no te amargues por lo que vayan a decir tus hijos. O por lo que tú tengas que referirles. Ni siquiera por lo que tengan que oír. Yo que tú, les diría -para cuando puedan comprenderlo- que quererse es mejor que pelearse, aunque les hayan enseñado que en lo de quererse hay mucho pecado. Y aunque uno tenga que quererse con un pie al borde de la fosa, ahora estoy sabiendo, hija mía, lo que es un apego de verdad.
Como verás siempre hay tiempo para aprender cosas, y para que la vida se enmiende. He tenido que hacerme vieja para saber lo bueno que es tener un compañero. Te deseo -y que Dios me perdone- que el tuyo se te cruce en la vida antes de morirte… Y perdona si me percaté a destiempo, poco antes de pedirte que me llevaras a la Residencia, de que el Rogelio te había salido tan bravo como a mí tu Padre.
¿Y qué podía hacer si no era irme de la casa antes de que yo le partiera la cabeza o él a mí me partiera el alma encima de tus lomos? Ahora ya sabes lo que tenías que saber.
Y sin más que decirte se despide tu madre que lo es y que te quiere.
Gaviola en Marineda. En un 9 de Diciembre de 2001.

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